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20.38 Chapolera La vida en los cafetales

La vida en los Cafetales

lunes, 10 de enero de 2011


La vida en los cafetales III

Del almacigo al secado


Una planta de café empieza a dar frutos a los seis meses y puede producir durante quince años. La semilla germina en almacigo (cajones de tierra fértil donde se intensifica la nutrición). Sin embargo acá no empieza la cosa: antes fueron modificadas genéticamente para hacerlas más resistentes a plagas como la broca y enfermedades como la rocha. Los almácigos están desde los 1050 a los 2050 metros sobre el nivel del mar: en condiciones ideales, el mejor café es el de mayor altura.
Cuando la semilla formó sus primeras raíces se la denomina fósforo que al cabo de algunas semanas, dependiendo del clima y la altura se formará lachapola (plantín). Cuando alcanza los 30 centímetros de altura se transplanta al lote. 
Hay dos cosechas durante el año: abril-mayo y octubre-noviembre. Una vez que los recolectores quitaron los frutos maduros, la cereza de café pasa al despulpador (separa el grano de café de la fruta). Es casi la mitad de la labor de la finca: luego se lava para quitar la miel que lo recubre y recién en ese momento pasará al secado.
No se desaprovecha nada. La cáscara del fruto se fermenta para nutrir los campos y otras aplicaciones.
El mejor proceso de secado es al sol. Sin embargo, si las lluvias no dan tregua los granos se secarán por un horno que acelere el proceso. Dentro de la finca no queda mucho por hacer: sólo resta que los granos pasen por el primer tamizado (clasificación por tamaño: los granos más pequeños son los más apreciados).
A partir de ese momento las cooperativas y la federación de cafeteros colombianos se encarga del resto, salvo el tostado que se hace en los países de consumo.


Sangre en Magdalena

El 12 de noviembre de 1928 los trabajadores bananeros de la zona del Magdalena, en Colombia, se plantaron en huelga. La perjudicada United Fruit Co., de origen norteamericano y en ese momento propietaria de la mayor extensión de tierras de todo el país, fue la protagonista de los hilos políticos que terminaron con la masacre el 5 de diciembre del mismo año.
Desde principios de la década del ´20 Colombia empezó a vivir una cierta agitación obrera que aunque fue sustancialmente más moderada que las del sur del continente sudamericano, preocupó al gobierno conservador. Por eso se inventaron nuevas normativas para regular al movimiento obrero que se iba gestando en sindicatos influenciados por ideas marxistas leninistas y anarquistas. Sólo en la zona bananera se registran tres paros antes del 28 (en 1918, 1919 y 1924, todas por reclamos salariales).
Mi amigo Wallace me contaba sobre el Magdalena: “Ese río cruza todo Colombia y tiene en su haber decenas de masacres; se ha llevado muchísima sangre”. En la zona caribeña, donde el banano es el producto básico de la economía, eran tres las ciudades epicéntricas: Santa Marta, ciudad portuaria y donde estaba la sede la compañía y aristocracia bananera; Ciénega, en franca rivalidad con Santa Marta, con dirigentes locales que abrazaban el liberalismo y pequeños propietarios subordinados a los imperativos de la United Fruit; y Aracataca, que fue el lugar de mayor apropiación de tierras, ocupaciones de baldíos y despojo a los campesinos de la zona.
La cadena de abusos que terminan con la huelga y masacre es extensa. No sólo se expropió tierras para pasarla a nombres de la United, sino que también se desviaron ríos, se secaron otros y se remplazaron cultivos todo para favorecer a los capitales estadounidenses. La mayoría de las circunstancias se dieron incluso de espaldas a una ley colombiana ya por demás benévola con la iniciativa multinacional. La United Fruit cambió el destino de la zona, la incorporó de prepo al mercado internacional como productora de bananas.
Hasta hace algunos años, la masacre ocurrida en la estación ferroviaria había sido borrada de la memoria histórica de Colombia. Pero apareció la bella literatura (Cien años de Soledady otras obras regionales) que rescataron el momento, y aunque con retazos de mitología y leyenda, volvieron a la memoria la masacre de la bananera en Colombia. Era tabú la masacre; aun hoy no se sabe la cantidad exacta de muertos: los más conservadores hablan de 12, otros de al menos 50 y así hasta miles (para el personaje José Arcadio Segundo, en la novela Cien años de soledad, la cifra exacta son 3408 muertos).
El desenlace, con la masacre de los obreros, repite algunas características con los hechos de la Patagonia trágica en 1921 en Argentina: el temor de los sectores acomodados y del gobierno al elemento anarquista de los obreros organizados en sindicatos; el carácter ruralde la disputa, organización social y económica; la opresión previa violando las normativas nacionales vigentes y finalmente la represión masacre.
Tras el 5 de diciembre de 1928, la United Fruit se retiró de Colombia, pero la suerte no sería mucho mejor para los habitantes del Magdalena. Por años, en las escuelas, en los diarios, en cada uno de los rincones de Colombia la masacre era pura imaginación, como si no hubiera ocurrido nada. Faltó que llegara la trascendencia de Gabriel García Marquez y sus colegas colombianos para dejarla ahí, para el que la quiera ver.

domingo, 19 de diciembre de 2010


Baluarte de Cartagena

Cartagena fue algo así como la capital colonial del imperio español en América. El centro político de la época estaba fuertemente amurallado, custodiado por centenares de cañones, temerosos de los ataques británicos --especialmente-- o franceses y de corsarios y piratas. Sus baluartes de piedra son más bien toscos, no tenían ninguna pretensión estética, sino puramente defensivas.
La muralla empezó a construirse en 1614, y tardaron poco menos de doscientos años en terminarla a pura sangre del trabajo esclavo. Cartagena no sólo fue el puerto más importante de salida de los metales que el imperio español se llevó, sino también el puerto de entrada de la mayor cantidad de esclavos negros traídos de África.

De las mujeres


Monumento feminista en Medellín.

miércoles, 15 de diciembre de 2010


No creas que Macondo...

... es Aracataca

Es un post inútil. Pues tratar de hallar Macondo en las calles de Aracataca es una fábula genial, pero ni por alquimia podría ser cierto. Salvo, claro, teniendo el encantamiento de Gabriel García Márquez.

En este pueblo el sol funde como oro líquido. En esas horas de la primera tarde, los aracatenses o aracateños (o catenses y cateños, apocopes admitidos por legitimidad comunitaria y legalidad literaria) se meten cual hormigas en sus casas. Evaden el solazo.
Pero cuando es la hora de la fresca salen los pueblerinos con sillas y mecedoras a estarse en la vereda. También andan en bicicleta. Hay vallenatos por los altoparlantes.

Llegué a Aracataca y
pregunté por las casa natal de Gabo. “Por esa calle, a dos cuadras… la segunda” me indicó un vendedor ambulante. En ese momento entré en un estado de alegre perturbación. Un aire frío me subió por la espalda, y además me sentí lúcido sobre lo transcurrido hasta ese momento: tanto caminar Latinoamérica y saber que eso solo ya justificaba todo.
En el “corredor de las begonias“, que es tan exacto como lo cuenta en Cien años de Soledad, uno se figura a Ursula (que también fue muy real pero con destellos de fantasía) ya ciega, caminando como si viera mejor que nadie. Está el taller de platería, unos pescaditos de metal dorado y los espacios del cor
onel. Un paso en la casa de García Márquez es una hoja de sus libros.
Aracataca ta
mbién es como un pueblo de invención literaria. Tiene una dulzura particular; pero hay que ser inventor para enterarse que es Macondo. Aquí, la comunidad árabe se mezcló con lo latino y con la cultura guajira. Aracataca está en el centro de la sangrienta zona bananera del Magdalena.
La estación y las vías cuentan que hay una línea férrea. Pero en Aracataca no se detiene el tren. Su único propósito es ll
evar carbón al puerto de Santa Marta. Las casas son de techos a dos aguas con ángulos bien obtusos para desprenderse en seguida del aguacero.

Para crear algo parecido a Macondo hay que ser parecido a García Márquez. Por eso las fotos no hablan de Cien años de soledad, sino sólo de Aracataca.















miércoles, 8 de diciembre de 2010


La vida en los cafetales II

Los trabajadores de la finca

En la ya injusta vida laboral cafetera, los que peor la pasan del escalafón son los cosecheros. Nadie es un dichoso; pero los patrones de lote, los patrones de descarga y obviamente los propietarios de las fincas terminan por replicar la lógica usurera de las corporaciones capitalistas. El cosechero es un jornalero: cobra por cantidad de kilos de café recolectado durante el día. Es decir: su ingreso depende de la suerte fructífera de la planta (que a su vez depende del clima durante el año, de las enfermedades y de las plagas) y de la cantidad de horas que esté dispuesto a torcer su lomo entre los cafetales. Son trabajadores golondrinas --van por el país persiguiendo la suerte errante de las cosechas--, no cuentan con ningún tipo de beneficio social ni estabilidad laboral. Además, deben abonar una suma diaria de 6 mil pesos colombianos (3,33 dólares) como permiso para trabajar en la finca y tener un almuerzo: “Pueden repetir cuantas veces quieran el plato de comida; pero prefieren tomarse sólo 15 minutos para luego seguir juntando café y cobrar más”, asegura impunemente Dalmiro, uno de los patrones de lote que tiene como tarea el primer control de calidad de la cosecha: registrar que entre los granos los jornaleros no incluyan frutos inmaduros, piedras u otros elementos que aumenten el peso de la bolsa. Es el intermediario entre los cosecheros y la plusvalía. Su camiseta no tiene otro color que la del patrón, está disciplinado y eso le vale algún beneficio: tener un salario mensual.
Los patrones de descarga son de la misma naturaleza que los de lote en la escala de distinciones gremiales. Pero en cambio, su tarea controladora está en la balanza de descarga que es la que determina qué remuneración le corresponde a los cosecheros y determinar si los patrones de lote están haciendo bien su labor. Pasar a ser patrón de descarga es el mísero sueño de los patrones de lote.
El kilo de café cosechado se paga 400 pesos colombianos (0,22 centavos de dólar). Por lo tanto, un recolector de café tiene que juntar algo así como 80 kilos para al menos salvar el día y volver con algún billete a la casa. Sin embargo, para otros, la economía del café está en un buen momento: el kilo en el mercado estadounidense se está pagando 4,50 dólares (en síntesis: del precio de mercado al cosechero le corresponde menos del 5 por ciento del costo mayorista, que obviamente es bastante menor al precio final de la góndola que redunda en la ganancia de las marcas de comercialización).
En el eje cafetero colombiano hay dos épocas de cosecha: abril-mayo y octubre-noviembre. El resto del año los trabajadores golondrinas se la deben rebuscar con el banano, o en la azarosa suerte de las ciudades de Manizales, Pereira y Armenia.
La Federación nacional de cafeteros no le dedica esfuerzo a la cuestión laboral. Su preocupación es el marketing, los procedimientos de calidad, las tareas de inteligencia de mercado y el relato histórico de la cronología cafetera (claro, que a diferencia de estos artículos, derrochan elogios a una economía que beneficia a unos pocos).
Los propietarios de las fincas utilizan el régimen laboral de los cosecheros como fuelle para mantener su escasa rentabilidad. Ellos están a la intemperie de la voluntad de los grandes acopiadores (Nestlé y parecidos) que gerencian a su placer el negocio de la bebida tinta. Las fincas, salvo excepciones, son de pocas hectáreas (entre 20 y 50 hectáreas en la zona del Quindío). Aunque la mayoría de las propiedades vienen arrastradas de familias tradicionalmente cafeteras, en los últimos años se empezó a dar un proceso de compra y venta de tierras que favoreció la concentración de estancias.
Dentro de los lotes la recolección del fruto de café es a mano (es uno de los aspectos diferenciadores de la producción colombiana). 
La imagen internacional del café colombiano es el Juan Valdez: una suerte de Ronald Mac Donald (el payaso de la cadena de comidas rápidas estadounidense, que obedece a un cuidadoso protocolo de confidencialidad y comportamiento personal) , cuya tarea es pasear con un burro y dos costales por los estudios de televisión y posar para las cámaras fotográficas. Pero no hay que dejarse engañar: la impronta amena de don Juan Valdez, de colono rural, con prolijos bigotes e impecable camisa celeste y pantalón blanco ocultan la verdadera y dolorosa realidad de la economía cafetera.

lunes, 29 de noviembre de 2010


La vida en los cafetales I

Historia de un negocio ajeno
“En Colombia, la vida del campesino nunca ha sido fácil”, sintetiza fugazmente Jony, uno de los guías de las fincas del Quindío, sobre la situación laboral de los trabajadores rurales. En el país donde sale el mejor café del mundo, el de sabor más suave y el de más cordial acidez, la explotación obrera es apenas un poco mejor que a principios de siglo, y un negocio rentable sólo para Estados Unidos gracias a una de las bebidas de culto más difundidas del mundo.
Lo cierto es que el fruto del café no es originario de América. En Etiopía crecía de manera silvestre y los peregrinos musulmanes descubrieron sus bondades motivándolos a transplantar semillas del África en Asia, en la zona de lo que hoy es India. Igualmente, los mayores responsables de su expansión global fueron los holandeses que en el siglo XVII adaptaron el fruto a las condiciones de los jardines europeos y luego en los campos de Guayana y Centroamérica.
No existe una postura determinante sobre cómo llegó a Colombia. La hipótesis no más aceptada pero que sí tiene algún registro documental es la de un grupo de monjes católicos que plantó semillas fértiles en el valle del Cauca y unos años después en el departamento Quindío. A pesar de que en el Cauca los resultados fueron malos, desde el Quindío empezó a emerger el prestigio cafetero.
Aunque cada país consume su taza de café con ritos diferentes y normas de producción, secado y tostado también diferentes, mundialmente se acepta que en Colombia se produce el mejor café del mundo. La razón es muy sencilla: “Es suave, se puede consumir sin azúcar y el sabor se siente residualmente hasta en la garganta”, explica Eloín, uno de los empleados de la finca “La chapolera”, cerca de la ciudad de Armenia.
El tipo frutal colombiano es el Arábigo, que gracias al clima de estas latitudes, con su largo periodo de lluvias y las plantaciones a más de 2 mil metros sobre el nivel del mar le dan un singular resultado.
Para Colombia, el café sigue siendo uno de los productos más importantes de su comercio exterior. Su economía es esencialmente primaria y aunque se han diversificado los cultivos aun hoy el 22 por ciento del PBI agrícola se debe a la producción de este producto (Eduardo Galeano, en Las venas abiertas de Latinoamérica, cuenta que en la década del 70 el ingreso de divisas a Colombia era en dos terceras partes gracias al café). Sin embargo, aunque la producción se hace en suelo colombiano, las mayores ganancias quedan en las cuentas de compañías estadounidenses que gerencian el acopio, comercio exterior y consumo de la infusión. 
En este mundo, los cosecheros sólo se llevaban un 5 por ciento del precio final. El resto de la renta se desglosa, más o menos, del siguiente modo: 40 % para intermediarios, exportadores e importadores; 10 % a través de impuestos gubernamentales (esencialmente de los países consumidores e importadores como Estados Unidos y Europa), 10 % para las empresas de transporte; y 30 % para los dueños de las plantaciones (La venas… Eduardo Galeano).
Actualmente, la libra de café registra uno de los mejores precios históricos. En el mercado estadounidense se paga cerca de 2,25 dólares la libra (450 gramos) aumentando casi un 30 por ciento del precio promedio del año 2009. En volumen productivo, Colombia ocupa el tercer escalón detrás de Brasil y Vietnam.
En las fincas el paisaje se distribuye entre los cafetales, platanales, y en menor medida parcelas con producción de caña de azúcar y cítricos. Cada uno de estos cultivos, sobre todo la producción bananera, redundan en una convivencia simbiótica que mejora la calidad del fruto.
Pero más allá de los verdes cerros con palmas bananeras y manizales, y del áspero régimen laboral, la única preocupación del negocio está en mantener el buen precio en los mejores mercados. Hasta antes del año 2000 estaba a menos de un dólar estadounidense, provocando que los productores cafeteros vendieran sus fincas a grandes propietarios que remplazaron el cultivo por la cría ganadera.
En Colombia son 16 los departamentos cafeteros. El eje de la economía está apoyado en tres ciudades principales: Armenia, Pereira y Manizales (departamentos de Quindío, Risaralda y Cauca respectivamente). Dentro del país también hay competencia por saber cuál es el mejor café colombiano. “Ahora se dice que es el que se produce en Nariño porque lo hacen pequeños productores con procedimientos más artesanales”, explica Jony.
Algunos fundamentalistas de las estadísticas sostienen que este país es uno de los que menos café per cápita consume. Por supuesto, esta historia no derrocha alegrías: la adopción del café como producto emblema de Colombia respondió más a los caprichos de la Europa colonizadora que a su propio beneficio.

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